miércoles, 16 de mayo de 2018

Diario del solitario 9. Lía, que se fue

DIARIO DEL SOLITARIO. 9. Lía, que se fue.


Para mi perra Lua (2002-2017). Ricardo Moyano. Mayo 2018.

         


            Al solitario se le murió hace muy poco su perra Lía, a punto ya de cumplir los dieciséis. Me citó con ocasión de ello, para un encargo; pero le encontré tan desolado que nuestro café transcurrió casi mudos, como si el tácito silencio fuera el luto de respeto. Yo conocí a Lía en casa del solitario. Era una perrita schnauzer pequeña y graciosa que tenía su genio. Me festejaba en la puerta bulliciosa y pizpireta, pero se encelaba enseguida cuando me acercaba demasiado a mi amigo y maestro: se pertenecían, era  su compañera, su confidente, o como él me dijo por sus únicas palabras de esa tarde, "Mi retrato en noble".

            Acabado el café el solitario se levantó como movido por un resorte, y se fue sin decir nada. Yo hice un gesto de mano, que ni vio. Al día siguiente me llamó, incomodado. Pero no para disculparse, sino por un detalle de cortesía muy suya.

            -Lo siento, joven. Ayer mi mente volaba en negras nubes, y en mi desatino marché sin saldar la cuenta.



         Tuve que sonreír, aunque la situación no tuviera nada de alegre. Realmente, al irse no me había dejado con las manos vacías, sino con el original de un texto doliente, un dialogo postrero con su perra que, lo confieso, empañó mis ojos. Ahora que se habla tanto de la posverdad, este texto  contiene solo la verdad desnuda. Excesiva, incluso. El solitario no suele abrir su corazón en canal de esta manera, no se expone tan frágil al previsible carroñeo de los correctos. De eso iba su encargo: a falta de sus propias fuerzas, me pedía que enterrara su escrito en la pequeña tumba de Lía, que ya conocía. La nota anexa no ahorraba detalles: "No se moleste usted en resguardar mi escrito en botellas o plásticos, porque los gérmenes y los gusanos acabarán antes con su cuerpecito que con mi papel, y luego ya dará lo mismo".

            "Lia, ya no estás. Desde hace tres días ya no estás, ni estarás ya nunca en ninguna parte aunque pasen los años. Tu nombre debe ser por eso el principio y el fin de este recuerdo,  que es lo único que queda, que no se para qué vale, si es que vale de algo, si no es solamente un hecho irremediable, sin causa, una necesidad de lágrimas convertidas por un mal mago en palabras. Malo digo, porque estas pálidas palabras nunca te harán justicia, nunca estarán  de lejos a la altura de lo que fuiste.  Yo quería creer que me acompañarías siempre, que los dos seríamos inmortales, o al menos, que lo serías tú para mí porque yo me alejaría una noche en un sueño, y cuando tú te despertaras en tu cesto, o a mi lado, te sorprenderías de que ya fuera tan tarde para el desayuno, y  no te hubiera dicho nada. Me tocarías  entonces con tu pata peluda como tantas veces, y mi brazo frío dibujaría en tus ojos oscuros un principio de alarma... Pero bien pensado, Lía, es mejor que haya sido así,  que toda la pena de la despedida se haya quedado para mí, y no te haya rozado ni un instante el ángel de la ausencia.

            Mi mente vuela hacia atrás. Hemos atravesado juntos tanto, tantas épocas, hasta quedarnos solos el uno con el otro, en este ático que tomamos  cuando Teresa se nos fue del otro lado,  y la casa se nos hizo a los dos un monumento lóbrego y vacío. Y ahora, ya ves, quedo yo solo, tu partida me planta como un faro absurdo puesto enmedio de la niebla en una carretera secundaria por la que yo no se espera a nadie. 



            Tú y yo llevábamos también ya tiempo por esos caminos raros, ajenos a la prisa de la ciudad, a la dictadura del segundo; pero nos teníamos. Hacia años que ya no eras capaz de saltar sobre el sofá a llenarme de gruñidos, lametones y baba, o a empujar el juguete nuevo con tu cabeza hasta mi regazo, o a exigir tu paseo. Querías más bien tranquilidad, cerrada en círculo en el suelo, abrigada en el calor del cesto lanudo, mirándome a distancia. Yo te correspondía y salivabas, complacida. Habías aprendido que se puede querer lo mismo sin apretarse tanto, acariciando con los ojos, meneando la cola, enseñándome tu barriga rosada. Y entonces era yo el que corría hasta tí desarmado y te llevaba en brazos hasta tu sillón preferido, e invirtiendo las tornas de cuando eras más joven, me arrodillaba delante de tu pequeña cabecita sal y pimienta, para inducirte al juego. Porque realmente, si no se trataba de jugar, sino de entendernos, nada de eso nos hizo nunca falta. Nos comprendíamos con un breve gesto, con un ronron o suspiro, y nos adivinábamos con antelación, como si supieras tú lo que yo iba a pensar, yo lo que tú ibas a querer...

            Tu vida fue más breve que la humana, pero atravesaste las mismas etapas. Primero un cachorro atolondrado que mordisqueaba con dientecillos afilados y extrañaba la teta materna. Luego fuiste creciendo y eras ya una fierecilla gruñona y adorable, de ojillos brillantes y pícaros, que ladraba y brincaba  por toda la casa, o en la calle escarbando en las basuras, o en la playa envuelta en arena y salitre... Eras siempre feliz, comiendo, husmeando, mirando, durmiendo... vivías intensamente el momento, cada uno de los momentos de tu vida, que adivinabas seguramente corta. Aunque  también conocías las rutas odiadas del veterinario y la peluquería y entonces te revolvías hacia mí como diciéndome, "¿Realmente es necesario?".

            Dicen que nuestros perros son nuestros espejos, y si es así desde luego que tú me reflejabas mejorado, con tu amor incondicional y absoluto. Pero más bien creo que fuimos lados de un mismo ser unitario más complejo, que tus grandes bigotes y tu trufa husmeadora y tus cabriolas eran parte de mi mismo, como eran parte de ti mis miedos y mis ansias y mi rato hedónico ante una copa de buen vino, que debía equivaler a  tu agua fresca. Te ponías muy tiesa cuando se te acercaba tu perro preferido, el blanco de la calle de enfrente, que equivaldría en este caso a los pavoneos con los que yo recibía a mis amigas más guapas y fragantes, en esos días de rosas  también del ayer...

            Más tarde, imperceptiblemente, te fuiste sosegando, encaneciendo los bigotes, acuevando los ojos, reduciendo los paseos. Cambiaste las carreras sin tino por un trotecillo, y  más tarde  por pasos medidos y lentos.  Aunque he de decir, Lía, que aunque imagino que en tu vejez ya te dolían hasta el alma  los huesos y la edad, no sólo nunca te quejaste, sino que hasta el último de tus días en pie quisiste seguir explorando las calles. Creo que ya lo hacías más por mí que por ti, por prolongar una mentira compartida, esa sensación de eternidad que tienen las rutinas. Y eso que estabas muy sorda y en el tráfago te asustaban los coches, los perros y la gente. Del mismo modo, nunca dejaste de esperarme en la puerta, de saludarme a mi vuelta, de cruzar conmigo tu mirada cómplice, ya en los últimos algo velada de cataratas.... Como tampoco dejaste de comer a mordisquitos los trocitos de carne o de jamón que en los últimos tiempos era ya lo único que me aceptabas y siempre comido de mi mano. Eso y la pastilla para tu débil corazón. Con los ojos me decías también, al tomártela: "¿Realmente es necesario?".


            Podría seguir, pero si ahondara mi tristeza creo que no dejaría volar tu alma al cielo de los perros, a ese lugar paralelo donde volveremos a encontrarnos otra vez, cuando se crucen las dimensiones y los abismos: ese donde ya  estás y el otro en que Teresa me espera. Un día se acabó tu tiempo, y al marchar a buscar una botella de leche a la tienda de al lado me miraste de un modo extraño, indefinible. Como si una vez más presintieras el futuro y quisieras despedirte, o evitar mi marcha para que pudiéramos compartir tus últimos instantes de lucidez. Cuando regresé estabas presa de unas convulsiones terribles y tus ojos ya no podían ver. Tenía que agarrarte para que no te estrellaras contra los muros. Babeabas, epiléptica. Te abracé, te acaricié, intentando protegerte con mis manos y sosegarte con mi voz; pero habías iniciado el último viaje. Y detrás quedaron, absurdos,  tus muñecos de trapo, tu pelotas de goma, la toalla con la que yo te bañaba, y tu collar rosa, ya huérfana de ti,  que han sido tu pequeña herencia. La grande, la inmarcesible, vive dentro de mí, siempre vivirá. Entretanto, me acerco a tu cesto vacío y noto como tu olor y tu calor se desvanecen despacio... Sin que el pésimo mago que ha convertido en palabras mis lágrimas pueda devolverte a mí, solventar mi soledad, mi desamparo.



            Paseo ahora las calles por las que andábamos juntos, y te veo en todos los rincones, detenida en los alcorques, en los bordillos de las aceras, aguardando fiel a que abra la puerta del zaguán echando una última mirada a la noche... Pero ya no estás.  Aun busco una explicación. Aun interrogo a la nada como cuando ella se fue. Y como entonces, sigo adelante por inercia, esperando la respuesta, una respuesta cualquiera, una voz; incluso una quimera. Si la hubiera, si  me dijera que de veras estás en algún lado, que la nada no es ausencia total, sino  una forma distinta de algo, y que en ese lado, en esa nada, aún palpita la llama...  entonces ya sabrás que te recuerdo, ya sabrás que te recuerdo, ya  sabrás cuánto te recuerdo. Y si no, cantaré a la fatalidad que también en ella estaremos juntos, que pronto seremos el mismo polvo del camino, el mismo viento ronco y helado de este mundo extraño en el que los tres fuimos, Lía".



            Naturalmente, cumplí el recado. Tomé mi coche hacia las cumbres, y enterré la carta en la tierra aún húmeda que dio reposo al animal, a Lía, allá en lo alto, en un lugar soleado  donde canta el gorrión y florecen los almendros.

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